Era
la primera vez que el médico abandonaba su
máscara de jocker. Apenas fruncido el entrecejo, los labios levemente
estirados. La mujer se veía reflejada en los anteojos. La esperó junto a la
ventana del hall central. Sillas de
ruedas, bastones, guardapolvos blancos, chaquetas celestes y esa máquina
pronunciando apellidos.
Último
día de Agosto. Un agosto de lluvia
caprichosa que no se conformaba con humedecer las paredes; buscaba enmohecer las pocas esperanzas que
habían logrado sobrevivir. Su compañero
estaba confinado a los dos pasos hasta el sillón, hasta el interruptor
de la lámpara, una vuelta de cuerda al reloj, girar la válvula del tubo de
oxígeno. A mirar el mundo por una pequeña ventana, a contar gotas de remedio o
los listones del techo. El pequeño
cuadro de “flying cloud” todas las
madrugadas.
Ella
llegó al hospital buscando respuestas al
deterioro constante. No esperaba que le
recetara un milagro. Tampoco espera que le dijera que ya no se podía hacer nada.
- consiga una enfermera domiciliaria, usted
sola no va a poder…
- Gracias…
Supo
que nunca más estrecharía la mano helada
del doctor, ni la máquina volvería a nombrarlos.
Salió.
La
lluvia dejó de pesarle sobre los hombros. Era el granizo de palabras el que caía por toneladas.
No
recordó haber conducido las treinta
cuadras de distancia hasta llegar a su casa.
Regresar
como si el auto fuese automático. Primera, segunda, tercera, frenar, giro a la
derecha. Rojo. Verde. Querer llegar y no. Buscar las palabras apropiadas. ¿Había
palabras apropiadas?
¿Qué
disfraz ponerle a una honestidad tan salvaje?
A
favor del médico: no era impensable lo que había dicho. No era una sorpresa. Ellos
venían sosteniendo esta muerte
conversada desde el primer signo, desde el día en el que miles y miles de
descontrolados glóbulos blancos invadiendo todos los espacios.
Hablar
la muerte, sacarle, poco a poco, esos trapos que la envuelven en misterio.
Intentar transformarla en un breve cambio físico. Él había pasado por todas las
etapas: se había resistido, la había puteado, negado, la había visto dibujada en
la borra del café. Ahora convivía con la
idea de no estar aunque, a veces, volviera a enojarse (“Mejor que se enoje, cuánto
peor si tuviese miedo”, pensaba ella)
.
Hasta
esa mañana habían hecho equilibrio sosteniendo un pacto con la verdad.
Sin
embargo, la mujer tuvo que quebrarlo.
Cuando
llegó del hospital, él estaba mirando, como siempre, por la pequeña ventana.
- Por suerte ya llega septiembre… Quizá
cuando salga el sol pueda salir al patio…
Fueron
solo segundos de una duda feroz. ¿Cómo dibujar una esperanza, ahora, que
finalmente, nada podía hacerse?
- Sí, cuando salga el sol, vamos al
patio…No falta tanto...
- Qué te dijo el doctor?
2 comentarios:
Nunca un relato puso en mí, sensaciones tan disímiles! Nunca nada me hizo sentir la falta de aire, la humedad pestilente, con sabor “amargomedicamentoso”(no sé describirlo de otra forma) y a la vez, la paz, la contención y el engaño cómplice y mutuo de un desenlace inexorable.
Qué fuerza!!
Mis felicitaciones Jota Ve!
Gracias, Flavio!
Por el comentario, la comprensión y el esfuerzo de firmar en estos rincones.
Esa mezcla de sensaciones... la vida.
Un beso!
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