“Cuando lo superficial me cansa, me cansa tanto, que para descansar necesito un abismo”
Antonio Porchia
7 de septiembre. Luna llena.
Son
los últimos días de invierno. Se nota en algún que otro brote sobre las
ilusionadas ramas.
El
hombre pasa la tarde imaginando cómo transformar
su cama en un nido para que la luz de la luna
llena ilumine sus pesadillas así
como ilumina los restos de carne en un nido de caranchos o los huevos de
futuros pichones hambrientos, en uno de gorriones.
Luz
de luna llena en las pesadillas.
Busca
la escalera de madera. 17 escalones y el borde del techo. La chapa, todavía tibia,
conserva un poco del calor del sol. Ata
una soga alrededor del colchón. Primero sube él y luego comienza a izarlo. Poco
a poco su deseo se cumple.
Más allá de los álamos se la ve venir. Enorme
y generosa. Para todos igual: antenas, cruces, lágrimas, sonrisas, miserables
charcos de orina o mares verdosos. Todos bajo la misma luz de la luna.
Se acuesta con las manos cruzadas sobre el vientre.
Estrellas como segunderos de un reloj universal.
Las
once y media. Siente la luz de la luna sobre sus párpados.
Y
entonces se duerme - apenas temblando- sabiendo que esta noche ha de morir una inconfesable oscuridad.
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