Rostros
desconocidos indagando el engranaje de un reloj. Afuera, sol de invierno.
Pararse frente a un cuadro y sentir la textura
del óleo aún sin poder tocarlo.
¿Miles de
kilómetros solo para eso?
Sí. Miles de kilómetros nada más – y nada menos-
que para eso.
Trato de
recordar. ¿Cómo llegué a esta fascinación? ¿Cuándo empezó este delirio de
sentirme parte de un mundo ajeno?
¿Fueron
los girasoles o los cuervos? ¿Fueron las cartas a Theo? ¿Fue la tristeza de esas
sillas en una pieza alquilada? ¿Fue Kirk
Douglas suplicándole a Anthony Quinn en
esa vieja película de la Metro?
- Por
favor, Paul, no te vayas, si supieras lo solo que estaba antes de que vinieras…
- Conozco
muy bien la soledad, solo que yo no me quejo.
Los museos más importantes, un formidable
merchandising, millones de euros, millones de ojos y, sin embargo, Vincent jamás
dejará de ser el holandés, loco y pobre que lloraba al pintar.
Hoy me
duermo a orillas del Ródano contando las estrellas de una Osa Mayor que sólo
existía en la imaginación de Van Gogh. Despierto, y las estrellas siguen allí. Es
una simple copia sobre cartulina pero qué importa.
Hay un ómnibus que parte del
centro mismo de Palma y te conduce hasta Valldemosa, bordeando el precipicio. Es el 210 y su conductor oficia de guía
turístico. Sigo su consejo y me acomodo en el primer asiento.
Primer parada: Sóller. Todos
los cerezos están florecido aunque el invierno no quiera resignarse.
Continuamos subiendo la Serra de
Tramuntana entre curvas imposibles,
terrazas y construcciones que se van haciendo cada vez más pequeñas.
Segunda parada: Deyá. “Un refugio
para muchos artistas… Aquí ha vivido Robert Graves” me señala esta inesperada Wikipedia
sosteniendo el volante sólo con su mano derecha.
Última parada. “Valldemosa
es un pueblo famoso porque vivió Chopin, un invierno y por las cocas de patatas.
Que disfrutéis el viaje”. Le di las gracias y lamenté no poder seguir
conversando.
Son las cinco de la tarde,
está nublado y las calles van quedando desiertas. Las nubes están ahí nomás y, quizás,
si me estiro un poco… pensamiento infantil pero ¿Por qué no?
Camino hacia la Cartuja. El
nombre de Chopin escrito una y cien veces. Su perfil. Pienso en lo que
significa su música para mí cada día, cuando estoy sola, en mi cocina, a 12.000
kilómetros de esta calle. Pienso en ese
invierno de 1838 cuando George Sand escribía mientras Frédéric veía caer la
lluvia. El sonido del viento, otras
nubes similares a éstas, los mismos precipicios. Pienso en algunos de mis sueños cumplidos.
Oscurece. Es hora de
regresar, un poco más completa.
P.D: Cuentan queni el piano ni la celda que se muestran son
los verdaderos. Anécdotas que no
modifican los preludios.
La estación Oriente resplandece en la madrugada de Lisboa. Un
gigante de acero que observa mis pasos y escucha mi pregunta “¿Qué hago acá?”
Pendientes infinitas. Adoquines. Tranvías blancos y amarillos
cruzando la ciudad de cara al río. A lo lejos un caserío multicolor de tejas
rojas y diversas alturas que se abre a
la vista como si fuese un libro troquelado.
Azulejos decorando los frentes,
barberías, antigüedades y sardinas en conserva. Todo en la misma línea visual.
Y en ese todo la silueta de Fernando Pessoa.
Sólo es cuestión de sentarsea escuchar fados o esas historias de navegantes que ñao tem fim.
Les falta madurar. Cuando
la piel se les ponga amarilla será el momento. También madura la culpa
transformándose en un ajedrez de causas y efectos. Madura la pena hasta la
orilla de la resignación. Madura el rencor hasta la misericordia. Madura la tormenta
hasta convertirse en un breve charco. Madura el amor hasta la mano extendida
sin pedir nada a cambio. Todo madura. Sólo es cuestión de paciencia.
Queridos Reyes magos: No sé si saben quién soy. Hace muchos años de
esto, de todos modos no dejo de recordarlo. Yo quería una coneja de peluche y les escribí una
carta– en realidad copié lo que mi
abuela había escrito- pidiéndosela a ustedes. Puse la carta en el patio junto a
los zapatos, un poco de pasto y un balde
de agua fresca para los camellos
fatigados. Todo estaba perfecto. En breve, ustedes comenzarían el recorrido
pero, por esas cosas del terrible azar, fui a buscar un abrigo al viejo ropero. Allí
estaba la coneja envuelta en papel celofán. Fue un segundo…Cerré el ropero y no
dije nada. Me quedé mirando el cielo buscando la estrella errante como si nada
hubiese sucedido… ¿Acaso la creación de bellas ilusiones no es compartida?
Gracias igual por esa existencia sin mandamientos, ni encíclicas papales,
ni masacres en el Medio Oriente. Gracias por la mirada, Baltasar.
Pronostican un verano
tormentoso (mire desde el ángulo que mire), de esos en los que la quietud de los frutos se
estrella contra el suelo al paso brutal del granizo. De esos en los que la energía eléctrica se
evapora y no queda nada para hacer más que contabilizar rayos a través del
ventanal. Uno, dos… cien. Pero entre
rayo y rayo, aparece una luciérnaga - intermitente también – con su panza de
led apoyada sobre el vidrio, recordándome
que la luz es propia.
Mi vida es esta tosca
contradicción: la frase “siempre puede ser peor” bordada en un pañuelo con las puntas anudadas y que
huele a jazmines.
Hubo un tiempo en el cual mitos
y dioses no eran menos reales que la copa de vino o el pedazo de pan. Tiempo de
personas convertidas en flores, en aves, en cenizas de alas-pegadas con cera-
esparcidas sobre el mar.
También hubo un tiempo de
hadas y duendes custodiando bosques. De espíritus invocados alrededor de una
hoguera aun cuando, a lo lejos, se
escuchara el incesante estallido de los cañones.
De ese pasado no queda
nada. La magia de hoy es este abrazar la
realidad, semejante a un inmenso palo borracho, y pretender cambiarla sin
importar cuánto nos lastimarán sus espinas.
De reojo advertí que un hombre me espiaba a través del ventanal.
Quizás pensó que yo era el señuelo de un posible robo. O una despreocupada
mujer sin “cosas” más importante para hacer; que no tenía ni puta idea de la
realidad, ni de cómo se nos ríen en la cara los supuestos benefactores de la
cosa pública. Habrá pensado que el dolor y el desconcierto ajeno me tiene sin
cuidado si podía perder el tiempo de esta forma: esperando que caiga, una vez
más, el sol. Era evidente que no me entendía… si me hubiese entendido se habría
parado junto a mí a mirar el ocaso.
Ahora, sobrevuela el murmullo de una tormenta…
El hombre seguirá espiando la vida tras el ventanal. Yo sólo espero
que deje de llover para seguir capturando puestas de sol.
Me he mudado tantas veces que no podría aventurar el número de puertas
de calle con sus respectivas veredas que me tuvieron esperando, no sé bien qué, pero esperando. De pie, al sol, bajo
la lluvia, sentada como un indio sin fogata ni antepasados. Fueron tantas. Pero
hay una vereda imposible de olvidar. Sería capaz de reconocerla desde Júpiter, si existiese la posibilidad de
mirar desde allí y me acompañaran estos ojos cansados. La única vereda donde vi nacer escaleras que
iban del infierno al cielo. La única
vereda donde escribí nombres en corazones de tiza. La única que me esperó,
muchísimos años después, sólo para preguntarme cómo habían quedado las
cicatrices de mis rodillas… y las de mi alma.
No preguntes qué hay después. Mirá cómo el cielo se deja llover mansamente hasta ser arcoíris. Las
respuestas no serán más que mentiras, un deseo, una dulce o amarga salida para
calmar la ansiedad. No lo entedemos pero se terminó el tiempo de las bolas de
cristal en las que veíamos el futuro y,
además, perdimos la capacidad de ser adivinos. No preguntes qué hay después; Cuando
lo haces… ¿No escuchás detrás de tus palabras el crujir del instante? ¿No ves
cómo lo que era pura belleza comienza a demacrarse y donde había sonrisas van
naciendo surcos terracotas? No preguntes qué hay después, sólo el tono alcanza
para socavar la fe y los interrogantes (como mazazos) tatúan la piel hasta
dejarla pegada al hueso de la queja por lo que aún no es.
Como si pudieran explicarse las pupilas carcomidas por el sol, el pájaro
que no puede dormir o el borde siempre abierto
de otras almas. No preguntes qué hay después. Debemos ser tolerancia extremista
para no caer. Ser la persistente fuga de grillos mientras el amor viaja
en nanosegundos hasta las pupilas
que estallan. Ser melodía, ruido, silencio. Nunca preguntes: disfruta de las sombras
chinescas que hacen las palabras, las
lágrimas o nuestros dedos mientras se consume la vela.
Esa tarde, el mundo se negaba
a escucharme, o peor, me ignoraba sin culpa ni piedad. Busqué espejos, charcos de agua, pupilas. Algún
sitio donde reflejarme. Nada. Entonces, creí que se trataba del final del
camino: ese tornarse invisible hastano
ser reconocido ni por la propia piel. De todas maneras, hice un último intento
con la esperanza de reencontrarme.
Miré hacia la izquierda, hacia
la derecha. El cielo transparente, el piso de tierra. Por último, miré hacia el frente. De contorno difuso, allí estaba yo, reflejada en el lugar menos
pensado, aún de pie.
Controlo la noche. Sé de
sus guiños en esta intemperie. La niebla de las cuatro. El avión en su ruta
este-oeste a las cinco. La moto de las seis. Sé todos sus pasos hasta el borde
del amanecer. Luego me pierdo. Debería existir un metrónomo para los relojes
que marcara el tempo real de los instantes porque mi día es sol como único dato
salvo por esos cielos que me deslumbran como el de esa tarde cuando del otro
lado del arcoíris nació una niebla
terracota y las nubes, extasiadas, se transformaron en montañas. Ese instante, lo sé, fue infinito.
Un word en blanco. Eso es esto. No sé… son
las siete de la tarde de un dos de Mayo y desearía escribir un poema para un
amigo que cumple años mañana. Deliro - me digo- con lo que te cuesta escribir
dos líneas más o menos legibles ¿Pretendés un poema en menos de tres horas?
Cuánta razón tengo!
Sucede
que escribirle un poema sería el mejor
regalo que puedo ofrecer. Eso crees vos- me digo- ¿No será mucho ego de tu
parte?
Un poema. Algo así como un agradecimiento por
su amistad a pesar de la distancia, por mostrarme ese mundo de parapalos que
desconocía, el mundo del maestro en un terreno hostil, el mundo del coleccionista de revistas, el mundo de cielos enormes y solitarios coirones. Agradecerle
que comparta su alma mediante la palabra y que esa palabra sea poesía.
Un poema para un poeta… ¡Vaya desvergüenza!
Si al menos estas piedras
colmadas de memoria
me dictaran
un verso…
Nada. Silencio. Sólo un
deseo: que cada día sigas siendo capaz de robarle palabras a ese viento furioso tan acostumbrado a llevárselas.
Lo reconozco: vivíamos una
rara armonía. Mientras yo me ocupaba de
lo cotidiano - las necesidades básicas para que pudiésemos sobrevivir- ella se
perdía entre arpegios y cadencias oscuras. Me iba a trabajar y ella se quedaba
escribiendo en su libreta. Regresaba y todavía estaba sentada allí, pero no me
molestaba. No pedía casi nada salvo
algún cigarrillo o mi gesto de aprobación de vez en cuando.
Todo estaba bien hasta que
un día se asomó a la ventana y sintió que, quizá,
saliendo del encierro lograría conformarme un poco más; Ampliar lo que éramos
entre estas paredes.
En principio fue una buena
idea. Partíamos juntas y cada una tomaba su camino. Al regresar, ella contaba,
fascinada, todo lo que había hecho. Volvía de la calle con un brillo en los ojos que le desconocía. Esto duró diez o doce días. Por algún motivo,
el brillo fue opacándose y ya no contaba su experiencia; se limitaba a escribir
en su libreta, sosteniendo un silencio rarísimo en ella. Supe, por algunos
comentarios al pasar, que se había equivocado, que había mezclado las acciones,
dando donde correspondía quitar y tolerando donde debía poner punto final.
La veía tan acorralada. Que
podía hacer si, en algún sentido, yo era la responsable.
***
Iba a esperar hasta la luna
llena pero diez días más era demasiado tiempo. Ella no dejaba de escribir en su
libreta, obsesionada con lo que había vivido y es sabido que hay situaciones en
las cuales no sabés en qué momento vas a explotar, vas a perder la noción de
realidad, vas a sobrepasar todos los límites. Cuestión que busqué una página
de venta online y compré dos
pasajes para la madrugada del domingo 5. Coche cama ejecutivo. Un viaje de
menos de cinco horas.
Se lo dije a la hora del
almuerzo:
— Compré dos pasajes a Mar del Plata; salimos
de acá alrededor de las once.
—Uh, pero me hubieses
avisado antes… Tengo que arreglarle el cierre a la mochila.
—No te preocupes— le
contesté —. Llevá una sola muda de ropa y algo de abrigo, al lado del mar
siempre está fresco.
Noté esas dos líneas que se
le formaban entre las cejas cuando no entendía.
—Hace tiempo que
tenemos este viaje pendiente, ¿Te acordás? Querías probar la cámara nueva…
—Cierto, la cámara
nueva, ya me había olvidado…
No se habló más del viaje. Ella se puso a coser la mochila y yo
acomodé mi bolso. Documentos, dinero,
aspirinas, las gotas para los ojos.
— ¿Me prestás tu tapado negro? — Me preguntó—, tiene esa
capucha que me gusta tanto.
—Sí, claro. Yo llevo
una campera.
Once menos veinte se
escuchó la bocina del remisse.
Mientras apagaba las luces,
ella miraba cada rincón. Muchas de las piedras coleccionadas le
pertenecían, también algunos libros y la cajita de música a manivela con la imagen del chat noir.
—¿Lista?
—Sí, casi me olvido
la libreta…
—Vamos…
Como lo hacía habitualmente,
ella se puso a conversar con el chofer: creía que despreciaba a las personas si
no les decía algo. Llenar silencios era su compromiso con el resto del mundo.
Yo revisaba mi bolso; Escuché que rememoraban
la tormenta de principios de febrero, los cortes de luz y los piquetes de los vecinos reclamando su
reposición.
“Qué va hacer, doña… Son 160 pesos”
Llegamos a la terminal. La plataforma estaba casi vacía. El micro
tenía las puertas de la bodega abiertas pero nosotras no habíamos llevado
valijas. Subimos. Ambas queríamos la ventanilla pero le di el gusto, total,
trataría de dormirme en cuanto se apagaran las luces interiores.
Los semáforos de la avenida 44 titilaban en amarillo. Alrededor de
la una estábamos subiendo el distribuidor de la ruta 2. A ella le fascinaba percibir la proximidad de las estrellas sobre esos campos a oscuras. Llevaba puestos sus
auriculares con el volumen alto. La
misma lista de reproducción usada cotidianamente: “ And when our worlds /They
fall apart…” no sé cómo no la aburría escuchar siempre lo mismo. Poco antes de llegar a Dolores ya estaba dormida,
recostada su cabeza sobre mi hombro.
Yo no pude dormir. Del otro lado del pasillo un hombre roncó, denodadamente, hasta Las Armas.
Llegamos pasadas las cinco y media de la mañana. Por avenida Constitución circulaban algunos
camiones de reparto, el basurero, dos patrulleros. El mar era otro campo
oscuro, más profundo, sí.
La desperté. Sorprendida, se quitó los auriculares.
—Qué rápido! ¿Ya
estamos en Mar del Plata?
Al bajar del micro sentimos
el mar hecho viento.
El hotel no estaba lejos pero preferimos tomar
un taxi. Otro chofer, otra conversación. Fue el turno del final de la temporada
y la tranquilidad en el tránsito cuando se van los turistas.
“Son 85 pesos…que disfruten
la estadía”
El lobby estaba en
penumbras. Detrás del mostrador se veía el perfil de un chico frente a un
monitor.
—Buenos días— dije—.
Tenemos una reserva…
—Buenos días—
contestó— sucede que el check in es a las doce del mediodía
—Sí, lo sé, pero pagamos
todo el día de ayer completo para poder
tener un lugar donde estar cuando llegásemos.
—Ah, entiendo. Si me
permite sus documentos…
La habitación tenía un
pequeño recibidor con un sofá cama y dos
sommiers. Corrimos las cortinas y allí estaban la playa, el muelle de
pescadores, las estrellas.
Ella sacó de su mochila la computadora. La prendió.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Cómo dijo que era
la clave del wi fi?
—Bristol54 pero…
¿Ahora te vas a conectar?
—Quiero saber a qué
hora amanece así espero y le saco fotos al sol sobre la línea del horizonte…
acá dice que sale 06.39, no falta tanto…
La dejé preparando la cámara. Necesitaba dormir.
Alrededor de las diez me desperté. Ella se había quedado dormida sobre
el sofá. A su lado, la cámara que tanto había deseado. Por breves instantes me dio pena. Tanto esfuerzo
para ser como era…
—¡Arriba, vamos!
—Adónde?
—Estamos en Mar del
Plata, no pensarás quedarte encerrada
acá con la computadora. Caminemos, vayamos hasta la orilla del mar…
Raro no ver vendedores de sombreros, de avioncitos, de gaseosas, de
helados. En la playa una pareja de ancianos con un perro blanco y un hombre
bordeando la orilla del mar con un detector de metales.
—Quisiera escribir
algo en la arena…
—¡Dale!
Escribía y pisoteaba la arena húmeda con sus borceguíes de película
Burton.
Pasamos el resto del día caminando por el centro. Nos seguían
llamando la atención los negocios cercanos al Casino donde la gente empeñaba sólo
para seguir apostando en la ruleta relojes, anillos o cadenas, objetos que,
seguramente, tenían una historia familiar; historia que moriría en la vidriera.
Las librerías de usados: otro lugar favorito. Muchos libros
especialmente dedicados que terminaban en las manos de un desconocido.
Caminamos por calle Buenos Aires hasta el boulevard Peralta Ramos y
por allí hasta el monumento de Alfonsina. Sacó fotos a las
placas que recordaban a otros poetas - a otros suicidas- y se entretuvo leyendo.
“Soy un pobre poeta/admiro tu poesía/tengo tu mismo pensamiento/solo me falta
tu valentía. F. Minici 10-9-1990”
—¿Qué pasará por la
cabeza de las personas, no? ¿Te acordás cuando creíamos que la escritura
salvaba?
Esa conservación había tenido lugar hacía ya demasiado tiempo. Y
sí, en eso creíamos y en eso dejamos de creer.
Anochecía. Regresamos al
hotel para abrigarnos y salir a cenar.
Intentó conectarse a la red pero la pantalla le devolvía la leyenda
“el servidor DNS no responde”. Me
pareció que era lo mejor que le podía suceder. Mientras yo me delineaba los
ojos ella hizo algunas anotaciones en su libreta.
Ya en la calle, visita obligada al Mac. Hamburguesas y luego un helado de chocolate amargo bañado en
chocolate, como le gustaba.
—Media luna exacta, ¿Viste?
—Vi… ¿Caminamos un
rato? Por la rambla está bastante iluminado…
—Sí— prendió un
cigarrillo. Luego de algunos pasos, agregó: — Me equivoqué, ¿No es cierto?
—Sí, y vos sabés que hay
errores que uno ya no puede volver a
cometer. Te pusiste a pensar todo lo que nos costó llegar hasta acá…
—No…
—Si me pongo a
indagar estoy segura de que todavía
dudas entre lo que vale la pena y lo que no, de otro modo no se entiende tus
idas y vueltas arriesgando todo o casi todo por… al final ¿Por qué fue? La
verdad, no me quedó claro…
—No creí que era tan
grave. Te pido mil disculpas. No sé… ¿Qué puedo hacer para solucionarlo? Ya
sabemos que el tiempo no se puede volver atrás pero, quizá…
No le contesté.
—Bueno, no tiene
mucho sentido que sigamos caminando—, le dije.
Me miró con esa sonrisa triste que solemos poner cuando debemos aceptar
lo inevitable. Se quitó el tapado.
—Te lo devuelvo, ya
no lo voy a necesitar.
—No… ya no.
Se dio vuelta y comenzó a caminar por el viejo espigón. Levantó la
mano izquierda diciendo adiós. Vi su
silueta desaparecer en el reflejo de la luna sobre las rocas.
***
Regresé al hotel. Antes de
apagar la computadora le cambié el fondo de pantalla: la fotografía de sus
hojas otoñales por la imagen de la frase
que ella había escrito en la arena. En la cámara quedó un amanecer perfecto.
Iba a arrancar los últimos meses de su libreta pero eran una buena ayuda
memoria.
Acomodé todas las cosas en mi bolso y puse su mochila- que se había
vuelto a descoser- en el cesto de
basura.
Fui a la terminal a esperar un micro que me trajera de regreso.
Conseguí para las dos de la madrugada. Viajé junto a la ventanilla, con los
auriculares puestos y esa única lista de
reproducción.
Quizás empiece a extrañarla pero no es la primera vez que una parte
de mí debe sacrificarse para que yo
pueda seguir viviendo y, seguramente, no será la última.