Hay un ómnibus que parte del
centro mismo de Palma y te conduce hasta Valldemosa, bordeando el precipicio. Es el 210 y su conductor oficia de guía
turístico. Sigo su consejo y me acomodo en el primer asiento.
Primer parada: Sóller. Todos
los cerezos están florecido aunque el invierno no quiera resignarse.
Continuamos subiendo la Serra de
Tramuntana entre curvas imposibles,
terrazas y construcciones que se van haciendo cada vez más pequeñas.
Segunda parada: Deyá. “Un refugio
para muchos artistas… Aquí ha vivido Robert Graves” me señala esta inesperada Wikipedia
sosteniendo el volante sólo con su mano derecha.
Última parada. “Valldemosa
es un pueblo famoso porque vivió Chopin, un invierno y por las cocas de patatas.
Que disfrutéis el viaje”. Le di las gracias y lamenté no poder seguir
conversando.
Son las cinco de la tarde,
está nublado y las calles van quedando desiertas. Las nubes están ahí nomás y, quizás,
si me estiro un poco… pensamiento infantil pero ¿Por qué no?
Camino hacia la Cartuja. El
nombre de Chopin escrito una y cien veces. Su perfil. Pienso en lo que
significa su música para mí cada día, cuando estoy sola, en mi cocina, a 12.000
kilómetros de esta calle. Pienso en ese
invierno de 1838 cuando George Sand escribía mientras Frédéric veía caer la
lluvia. El sonido del viento, otras
nubes similares a éstas, los mismos precipicios. Pienso en algunos de mis sueños cumplidos.
Oscurece. Es hora de
regresar, un poco más completa.
P.D: Cuentan que ni el piano ni la celda que se muestran son
los verdaderos. Anécdotas que no
modifican los preludios.