miércoles, 13 de agosto de 2008

Adrogué...




Mi madre había dejado de ser dos. Había vuelto a ser una, sólo que no cocinaba ni me ayudaba con la tarea. Gritaba y enmudecía por períodos proporcionales. Cuando los remedios dejaron de funcionar, el psiquiatra de la Avenida Espora le aconsejó a mi abuela que la internara en un hospital de La Plata. Otra vez esa ciudad cuyo nombre se repetía al recordar a Ezequiel y en el grito del guarda “parando en todas las estaciones hasta...”
Medio país fue a festejar al Obelisco, el otro medio (mi abuela y yo incluidos) miraba por televisión una competencia olímpica de besos a la copa. Todo tan alejado de lo conocido, del club LOS ANDES, del ATLÉTICO TEMPERLEY, del futbol. ( Gracias señor presidente, lloraba Menotti)

Mi padre extrañaba un lugar que a nosotros había comenzado a estrangularnos. Calles de adoquín, rodeadas por plátanos amenazantes. Tilos alérgicos, jazmines del cielo. Un tornado, sin Hollywood, sin forma de embudo ni vacas en su centro pero que casi arranca de sus bases a la escuelita “José de San Martín”, una reliquia más antigua que mi abuela ( su alumna desde primero inferior) La sirena de los bomberos voluntarios. Los tiros nocturnos. Las casonas de una fiesta ajena. Los violines de Antonio Agri mientras hacíamos los deberes. El hotel Las Delicias. Un georgi mitológico que mi propia ceguera jamás me permitió ver. Un Torre Nilson filmando “Boquitas Pintadas”( ¡ Qué buena estaba Martita González!) y un barrio con la boca abierta, sin pintar, soñando con ir al cine para encontrarse entre los extras. (de espaldas a la cámara)


Y más acá de todo el carguero descansando en una vía muerta, la estación de trenes regada con acaroína, un baño que teníamos prohibido por la sola presencia de un puto viejo. El túnel de pis con tres respiraderos: diez escalones, descanso, diez escalones, la boca de la ballena y un foquito a la distancia.



Y por encima de todo: una estatua. El hombre que no monta un furioso caballo, que no tiene una espada con la cual luchar o sellar la tierra nueva, que no se arrodilla ante ningún símbolo celestial, que no tiene corona de laureles. Un hombre que se sacó la galera y se sentó en un banco de plaza. ESTEBAN ADROGUÉ: un viejo que no hace nada, por ignorancia, por cansancio o porque sabe que todo movimiento conlleva una elección de desorden moral que no vale la pena.



... No nos quedaban motivos para seguir allí. El centinela italiano había muerto. El primo no iba a regresar. Y si nos quedó alguno, lo tuvimos que masticar junto a los caramelos, mirando por la ventanilla del tren.



De Shh, que sueñes con angelitos, pag.23

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