No preguntes qué hay después. Mirá cómo el cielo se deja llover mansamente hasta ser arcoíris. Las
respuestas no serán más que mentiras, un deseo, una dulce o amarga salida para
calmar la ansiedad. No lo entedemos pero se terminó el tiempo de las bolas de
cristal en las que veíamos el futuro y,
además, perdimos la capacidad de ser adivinos. No preguntes qué hay después; Cuando
lo haces… ¿No escuchás detrás de tus palabras el crujir del instante? ¿No ves
cómo lo que era pura belleza comienza a demacrarse y donde había sonrisas van
naciendo surcos terracotas? No preguntes qué hay después, sólo el tono alcanza
para socavar la fe y los interrogantes (como mazazos) tatúan la piel hasta
dejarla pegada al hueso de la queja por lo que aún no es.
Como si pudieran explicarse las pupilas carcomidas por el sol, el pájaro
que no puede dormir o el borde siempre abierto
de otras almas. No preguntes qué hay después. Debemos ser tolerancia extremista
para no caer. Ser la persistente fuga de grillos mientras el amor viaja
en nanosegundos hasta las pupilas
que estallan. Ser melodía, ruido, silencio. Nunca preguntes: disfruta de las sombras
chinescas que hacen las palabras, las
lágrimas o nuestros dedos mientras se consume la vela.