Lo reconozco: vivíamos una
rara armonía. Mientras yo me ocupaba de
lo cotidiano - las necesidades básicas para que pudiésemos sobrevivir- ella se
perdía entre arpegios y cadencias oscuras. Me iba a trabajar y ella se quedaba
escribiendo en su libreta. Regresaba y todavía estaba sentada allí, pero no me
molestaba. No pedía casi nada salvo
algún cigarrillo o mi gesto de aprobación de vez en cuando.
Todo estaba bien hasta que
un día se asomó a la ventana y sintió que, quizá,
saliendo del encierro lograría conformarme un poco más; Ampliar lo que éramos
entre estas paredes.
En principio fue una buena
idea. Partíamos juntas y cada una tomaba su camino. Al regresar, ella contaba,
fascinada, todo lo que había hecho. Volvía de la calle con un brillo en los ojos que le desconocía. Esto duró diez o doce días. Por algún motivo,
el brillo fue opacándose y ya no contaba su experiencia; se limitaba a escribir
en su libreta, sosteniendo un silencio rarísimo en ella. Supe, por algunos
comentarios al pasar, que se había equivocado, que había mezclado las acciones,
dando donde correspondía quitar y tolerando donde debía poner punto final.
La veía tan acorralada. Que
podía hacer si, en algún sentido, yo era la responsable.
***
Iba a esperar hasta la luna
llena pero diez días más era demasiado tiempo. Ella no dejaba de escribir en su
libreta, obsesionada con lo que había vivido y es sabido que hay situaciones en
las cuales no sabés en qué momento vas a explotar, vas a perder la noción de
realidad, vas a sobrepasar todos los límites. Cuestión que busqué una página
de venta online y compré dos
pasajes para la madrugada del domingo 5. Coche cama ejecutivo. Un viaje de
menos de cinco horas.
Se lo dije a la hora del
almuerzo:
— Compré dos pasajes a Mar del Plata; salimos
de acá alrededor de las once.
—Uh, pero me hubieses
avisado antes… Tengo que arreglarle el cierre a la mochila.
—No te preocupes— le
contesté —. Llevá una sola muda de ropa y algo de abrigo, al lado del mar
siempre está fresco.
Noté esas dos líneas que se
le formaban entre las cejas cuando no entendía.
—Hace tiempo que
tenemos este viaje pendiente, ¿Te acordás? Querías probar la cámara nueva…
—Cierto, la cámara
nueva, ya me había olvidado…
No se habló más del viaje. Ella se puso a coser la mochila y yo
acomodé mi bolso. Documentos, dinero,
aspirinas, las gotas para los ojos.
— ¿Me prestás tu tapado negro? — Me preguntó—, tiene esa
capucha que me gusta tanto.
—Sí, claro. Yo llevo
una campera.
Once menos veinte se
escuchó la bocina del remisse.
Mientras apagaba las luces,
ella miraba cada rincón. Muchas de las piedras coleccionadas le
pertenecían, también algunos libros y la cajita de música a manivela con la imagen del chat noir.
—¿Lista?
—Sí, casi me olvido
la libreta…
—Vamos…
Como lo hacía habitualmente,
ella se puso a conversar con el chofer: creía que despreciaba a las personas si
no les decía algo. Llenar silencios era su compromiso con el resto del mundo.
Yo revisaba mi bolso; Escuché que rememoraban
la tormenta de principios de febrero, los cortes de luz y los piquetes de los vecinos reclamando su
reposición.
“Qué va hacer, doña… Son 160 pesos”
Llegamos a la terminal. La plataforma estaba casi vacía. El micro
tenía las puertas de la bodega abiertas pero nosotras no habíamos llevado
valijas. Subimos. Ambas queríamos la ventanilla pero le di el gusto, total,
trataría de dormirme en cuanto se apagaran las luces interiores.
Los semáforos de la avenida 44 titilaban en amarillo. Alrededor de
la una estábamos subiendo el distribuidor de la ruta 2. A ella le fascinaba percibir la proximidad de las estrellas sobre esos campos a oscuras. Llevaba puestos sus
auriculares con el volumen alto. La
misma lista de reproducción usada cotidianamente: “ And when our worlds /They
fall apart…” no sé cómo no la aburría escuchar siempre lo mismo. Poco antes de llegar a Dolores ya estaba dormida,
recostada su cabeza sobre mi hombro.
Yo no pude dormir. Del otro lado del pasillo un hombre roncó, denodadamente, hasta Las Armas.
Llegamos pasadas las cinco y media de la mañana. Por avenida Constitución circulaban algunos
camiones de reparto, el basurero, dos patrulleros. El mar era otro campo
oscuro, más profundo, sí.
La desperté. Sorprendida, se quitó los auriculares.
—Qué rápido! ¿Ya
estamos en Mar del Plata?
Al bajar del micro sentimos
el mar hecho viento.
El hotel no estaba lejos pero preferimos tomar
un taxi. Otro chofer, otra conversación. Fue el turno del final de la temporada
y la tranquilidad en el tránsito cuando se van los turistas.
“Son 85 pesos…que disfruten
la estadía”
El lobby estaba en
penumbras. Detrás del mostrador se veía el perfil de un chico frente a un
monitor.
—Buenos días— dije—.
Tenemos una reserva…
—Buenos días—
contestó— sucede que el check in es a las doce del mediodía
—Sí, lo sé, pero pagamos
todo el día de ayer completo para poder
tener un lugar donde estar cuando llegásemos.
—Ah, entiendo. Si me
permite sus documentos…
La habitación tenía un
pequeño recibidor con un sofá cama y dos
sommiers. Corrimos las cortinas y allí estaban la playa, el muelle de
pescadores, las estrellas.
Ella sacó de su mochila la computadora. La prendió.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Cómo dijo que era
la clave del wi fi?
—Bristol54 pero…
¿Ahora te vas a conectar?
—Quiero saber a qué
hora amanece así espero y le saco fotos al sol sobre la línea del horizonte…
acá dice que sale 06.39, no falta tanto…
La dejé preparando la cámara. Necesitaba dormir.
Alrededor de las diez me desperté. Ella se había quedado dormida sobre
el sofá. A su lado, la cámara que tanto había deseado. Por breves instantes me dio pena. Tanto esfuerzo
para ser como era…
—¡Arriba, vamos!
—Adónde?
—Estamos en Mar del
Plata, no pensarás quedarte encerrada
acá con la computadora. Caminemos, vayamos hasta la orilla del mar…
Raro no ver vendedores de sombreros, de avioncitos, de gaseosas, de
helados. En la playa una pareja de ancianos con un perro blanco y un hombre
bordeando la orilla del mar con un detector de metales.
—Quisiera escribir
algo en la arena…
—¡Dale!
Escribía y pisoteaba la arena húmeda con sus borceguíes de película
Burton.
Pasamos el resto del día caminando por el centro. Nos seguían
llamando la atención los negocios cercanos al Casino donde la gente empeñaba sólo
para seguir apostando en la ruleta relojes, anillos o cadenas, objetos que,
seguramente, tenían una historia familiar; historia que moriría en la vidriera.
Las librerías de usados: otro lugar favorito. Muchos libros
especialmente dedicados que terminaban en las manos de un desconocido.
Caminamos por calle Buenos Aires hasta el boulevard Peralta Ramos y
por allí hasta el monumento de Alfonsina. Sacó fotos a las
placas que recordaban a otros poetas - a otros suicidas- y se entretuvo leyendo.
“Soy un pobre poeta/admiro tu poesía/tengo tu mismo pensamiento/solo me falta
tu valentía. F. Minici 10-9-1990”
—¿Qué pasará por la
cabeza de las personas, no? ¿Te acordás cuando creíamos que la escritura
salvaba?
Esa conservación había tenido lugar hacía ya demasiado tiempo. Y
sí, en eso creíamos y en eso dejamos de creer.
Anochecía. Regresamos al
hotel para abrigarnos y salir a cenar.
Intentó conectarse a la red pero la pantalla le devolvía la leyenda
“el servidor DNS no responde”. Me
pareció que era lo mejor que le podía suceder. Mientras yo me delineaba los
ojos ella hizo algunas anotaciones en su libreta.
Ya en la calle, visita obligada al Mac. Hamburguesas y luego un helado de chocolate amargo bañado en
chocolate, como le gustaba.
—Media luna exacta, ¿Viste?
—Vi… ¿Caminamos un
rato? Por la rambla está bastante iluminado…
—Sí— prendió un
cigarrillo. Luego de algunos pasos, agregó: — Me equivoqué, ¿No es cierto?
—Sí, y vos sabés que hay
errores que uno ya no puede volver a
cometer. Te pusiste a pensar todo lo que nos costó llegar hasta acá…
—No…
—Si me pongo a
indagar estoy segura de que todavía
dudas entre lo que vale la pena y lo que no, de otro modo no se entiende tus
idas y vueltas arriesgando todo o casi todo por… al final ¿Por qué fue? La
verdad, no me quedó claro…
—No creí que era tan
grave. Te pido mil disculpas. No sé… ¿Qué puedo hacer para solucionarlo? Ya
sabemos que el tiempo no se puede volver atrás pero, quizá…
No le contesté.
—Bueno, no tiene
mucho sentido que sigamos caminando—, le dije.
Me miró con esa sonrisa triste que solemos poner cuando debemos aceptar
lo inevitable. Se quitó el tapado.
—Te lo devuelvo, ya
no lo voy a necesitar.
—No… ya no.
Se dio vuelta y comenzó a caminar por el viejo espigón. Levantó la
mano izquierda diciendo adiós. Vi su
silueta desaparecer en el reflejo de la luna sobre las rocas.
***
Regresé al hotel. Antes de
apagar la computadora le cambié el fondo de pantalla: la fotografía de sus
hojas otoñales por la imagen de la frase
que ella había escrito en la arena. En la cámara quedó un amanecer perfecto.
Iba a arrancar los últimos meses de su libreta pero eran una buena ayuda
memoria.
Acomodé todas las cosas en mi bolso y puse su mochila- que se había
vuelto a descoser- en el cesto de
basura.
Fui a la terminal a esperar un micro que me trajera de regreso.
Conseguí para las dos de la madrugada. Viajé junto a la ventanilla, con los
auriculares puestos y esa única lista de
reproducción.
Quizás empiece a extrañarla pero no es la primera vez que una parte
de mí debe sacrificarse para que yo
pueda seguir viviendo y, seguramente, no será la última.