miércoles, 11 de marzo de 2009

UN VESTIDO DE PINTITAS ROJAS


                                                                              Hush now baby…dont you cry. Mother´s
                                                                                 gonna make all your nightmares come true.”
                                                                                                    PINK FLOYD
    
 El hombre cree compartir con la divinidad ciertos atributos. Por ejemplo, cree que goza de la  posibilidad de elegir, para lo cual ideó un concepto que ni siquiera puede pronunciar sin tropiezos: libre albedrío. Siente que puede optar entre dos principios contradictorios: obedecer o desobedecer al padre. O a la madre. Pero la opción es falsa, no existe. Si obedece las reglas establecidas tiene recompensa: más libertad para seguir obedeciendo y la sonrisa de mamá, que es como el cielo. Si desobedece encuentra el castigo de la culpa permanente, que es un no-vivir o vivir en el infierno. Y el hombre que no-vive, no es hombre. Por lo tanto para ser hombre no hay opción: hay que obedecer y destruir los conceptos impronunciables.
  Durante años, Emilio,  escuchó decir a su madre que a las personas se les rendía homenaje en vida. Que de nada servía llorar junto a una tumba, ni gastar en flores por algo que era materia corrompible. Que mejor era  comprar caramelos rellenos todos los días y no una torta dietética una vez al año. Predicaba con un riguroso ejemplo: nunca lo había llevado de visita a un cementerio por convicción, por suerte o por desgracia o porque  no tenían parientes cercanos, ni siquiera vivos. Ni  siquiera amigos. Su padre había cooperado perdiendo su materia corrompible en alta mar.
   Cuando ésta enfermó, comenzó a sentirse desprotegido. Ya en la clínica tuvo que tomar decisiones que no pudo consultar. Esas cosas que quedan pendientes de charla por temor al efecto invocador de las palabras o por vergüenza.  Lo que sí había quedado claro  era que su madre deseaba ser enterrada(“meteme en lo más barato”) sin velorio ni cortejo, pero con el vestido “ azul de pintitas rojas”.
  El momento llegó. Mientras el cuerpo viajaba desde la morgue de la clínica hacia la funeraria, Emilio fue hasta su casa a buscar el  vestido. Velándola a puertas cerradas mantuvo, durante toda la noche, el mismo tono de voz.  Intentaba demostrarle que recordaba todos los preceptos. “Él único autorizado a tocar  mis cosas sos vos... no te olvides, los trece, de la vela para la virgen... el cigarrillo del ekeko, los viernes...” Cada tanto se sonaba la nariz y preguntaba por qué.  
A las ocho y media de la mañana, los sepultureros terminaban de tapar el ataúd. Ni una flor. No tenía ni una flor para poner sobre el acolchado de tierra. Emilio despidió al hombre de la cochería con una buena propina para que éste no malinterpretara la ausencia de  flores. Algo parecido sucedió con el cuidador del sector. Se le acercó y le ofreció una lápida de cerámicos verdes “como nueva” por treinta pesos. Pagó en silencio y se fue. 
  Soportó los primeros tiempos sin demasiados inconvenientes. Velas, fotos, ropa, recuerdos. Sólo de vez en cuando abría el sobre de papel madera donde figuraba la nueva dirección de su madre y la fecha de vencimiento de algo que  podría llamarse alquiler.
   Pero siempre suelen aparecer los consejeros, bíblicos sembradores  de cizaña. Y Emilio escuchó “ no habrá querido hacerte la vida menos dolorosa; evitarte la angustia de  tener que limpiar una tumba y extrañar la materia corrompible que se puede acariciar. Necesitas elaborar el duelo”. Y Emilio decidió visitarla, poniendo entre paréntesis los dichos de su madre.
  Llegó al cementerio y  esperó frente a la entrada de la calle 72. Cuando el movimiento de autos y personas disminuyó, compró dos ramos de clavelinas y un jarrón. Entró.
  Los tilos florecidos lo confundieron. Este noviembre nada tenía que ver con aquel junio. Encontró el lugar gracias al certificado de titularidad. La última imagen, el acolchado de tierra, sin flores, había sido cambiada por una lápida de color verde, con dos huecos rectangulares como para poner floreros. O ceniceros.
   Se arrodilló allí, junto a su madre, y no sabía si ponerse contento o triste. No sabía si su madre estaba contenta o triste. Tomó coraje y comenzó a decir lo que había ensayado. Con el tono equivocado (como si le hablara a un enfermo) hizo una síntesis de sus días sin ella.
  Sintetizaba, cuando dos pequeños brillos asomaron por el florero ausente. Pasaron segundos entre caerse sentado, sentirse morir de taquicardia, pararse, volver a mirar dentro del agujero, corroborar que el brillo eran ojos y que algo, más claro que la tierra, parecía estar masticando un pliegue del vestido azul con pintitas rojas. 
  Se tapó la boca( en el intento de recuperar las enseñanzas de su madre) y  gritó. Nadie. Cerca del portón alcanzó a distinguir la figura de un hombre, vestido con mameluco gris. Corrió hacia él.
-         Necesito que me ayude… algo se está comiendo a mi mamá.
  El hombre no entendió; aunque acostumbrado a escenas desquiciadas, jamás había escuchado semejante acusación. Emilio insistía:         
-         No sé, ratas o hurones están  masticando el vestido de mamá.
-         Amigo, no se ponga así, cálmese. Acá no hay hurones; a lo sumo peludos y no tienen dientes. Venga…acomp…
  Antes de que terminara la frase, Emilio comenzó a correr hacia la garita del vigilador. Éste tomaba mate, sentado en una lápida de mármol negro.
-         Usted tiene que ayudarme; ahí tiene una pistola, hay que matarlo; seguro que todavía está.
El vigilador se incorporó y se llevó la mano a la cintura.
- ¿A quién quiere matar, caballero?
-         No sé que es: rata, hurón, peludo. Se está comiendo a mi mamá, ayúdeme... Si no podemos matarlo, tenemos que sacarla de ahí.
-         Eso lo tiene que hablar en la administración, caballero. Yo no tengo nada que ver.
-         Pero Usted está para cuidar.
-         Si, para cuidar  a los muertos de los vivos, de los hombres vivos… ¿Quiere que lo acompañe hasta la administración? 
  Emilio quería correr pero el vigilador lo sujetaba del hombro. Caminaron por la calle central, hasta que se toparon con las columnas de la entrada principal.
-         Es  ahí.
  Emilio empujó la puerta. Una mujer estaba sentada frente al monitor de una computadora.
-         señorita, necesito ayuda…
-         Ya cerramos. Atendemos de ocho a dieciséis. Si desea el libro de quejas…
-         Escúcheme, una rata, un hurón o no sé qué se está comiendo a mi mamá. Necesito cambiarla de lugar.
-         Ahora no podemos hacer nada, va a tener que esperar hasta mañana, pero de todas maneras le anticipo que si está en tierra tiene que esperar por lo menos cinco años.
-         ¡Cinco años! En cinco años no va a quedar nada de mi mamá.
-         Es la idea.

   Emilio no puede recordar que tuvo un pico de presión nerviosa; que salió del cementerio en ambulancia; que alguien lo acompañó hasta su casa.
  Después de ese noviembre no permitió más comentarios ni dudas. Nuevamente, se siente encaminado. De hecho, recién  termina de prender la vela y de  hacerle fumar un cigarrillo al ekeko. Y ahora le va a pedir a la foto de su madre que quite de sus sueños ese monstruo que mastica el vestido azul de pintitas rojas.    

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