Rostros
desconocidos indagando el engranaje de un reloj. Afuera, sol de invierno.
Pararse frente a un cuadro y sentir la textura
del óleo aún sin poder tocarlo.
¿Miles de
kilómetros solo para eso?
Sí. Miles de kilómetros nada más – y nada menos-
que para eso.
Trato de
recordar. ¿Cómo llegué a esta fascinación? ¿Cuándo empezó este delirio de
sentirme parte de un mundo ajeno?
¿Fueron
los girasoles o los cuervos? ¿Fueron las cartas a Theo? ¿Fue la tristeza de esas
sillas en una pieza alquilada? ¿Fue Kirk
Douglas suplicándole a Anthony Quinn en
esa vieja película de la Metro?
- Por
favor, Paul, no te vayas, si supieras lo solo que estaba antes de que vinieras…
- Conozco
muy bien la soledad, solo que yo no me quejo.
Los museos más importantes, un formidable
merchandising, millones de euros, millones de ojos y, sin embargo, Vincent jamás
dejará de ser el holandés, loco y pobre que lloraba al pintar.
Hoy me
duermo a orillas del Ródano contando las estrellas de una Osa Mayor que sólo
existía en la imaginación de Van Gogh. Despierto, y las estrellas siguen allí. Es
una simple copia sobre cartulina pero qué importa.
¿Cómo
llegué a esta fascinación?
Museo de
Orsay, marzo 2018